martes, 3 de junio de 2014

París



París no volvería a ser igual, aunque seguía siendo París
-Ernest Hemingway


Haberla encontrado hubiera supuesto un gran triunfo para mí en otras circunstancias. Ahora me siento mal por haberla encontrado. Por haberle invitado a ver la exposición de Monet en el Museo de Artes Extraordinarias. Sabía que esto no estaba bien y aun así le leí unos fragmentos de mi diario. “Día 438 en París: Soñé que era una planta, era terrible, no podía moverme, llovía y el agua era tanta que mis raíces eran incapaces de absorber todo el líquido, me hinchaba. Después salía el Sol. Me brotaba una flor por el tallo. Al día siguiente conocí a Isabel en la terraza de un café, era como la flor”. Ella sonreía al escucharme.

Visitamos un jardín con muchos tulipanes, y ahí encontramos un colibrí muerto. Tenía las alas abiertas como queriendo volar. Jamás pensé en la muerte de este modo tan hermoso. Y es que su cuerpecito verde y sus alas brillantes me hacían pensar que era lindo morir. Ella se puso a llorar  sobre mi hombro, sin que se diera cuenta guardé el cuerpecito en el bolsillo de mi gabardina. Fuimos a mi departamento, cruzamos algunas calles. Comenzó a llover y ninguno de los dos llevaba un paraguas. Caminamos mojados y yo solo pensaba en el muerto que traía encima.

Llegamos por fin. Me deshice de mis prendas mojadas. Isabel entro al baño y al salir llevaba una ropa interior blanca, comenzó a bailar de una forma extraña. Bailaba un jazz que solo existía en su cabeza. Prendí un cigarrillo y abrí una ventana que daba a la calle, sentía las pequeñas gotas que me golpeaban el rostro. Ella seguía un paso violento. Afuera el cielo se caía a pedazos, y las calles se inundaban de porquería y mierda que salía de las alcantarillas, el frío que entraba por la ventana, el molesto olor a tabaco quemado; pero ella solo bailaba. Se reinventaba. Era un lindo juego el que jugaba Isabel. A veces hacía un sol tremendo y ella salía para el acuario en bicicleta y llegaba empapada y decía que había nadado con los peces, que ella era como una sirena. Y yo sabía que era mentira, que estaba empapada en sudor, delirando por el calor. Ella jugaba a esas cosas y yo solo era como un fantasma espectador.

A las dos semanas de haber recogido el cuerpo de aquel colibrí ya no quedaba nada de carne, puros huesos. Entonces lo lije y lo pulí para poder usarlo como pisapapeles. A veces me pasaba horas mirándolo. La muerte es un misterio tan grande y yo no podía explicarme como es que podía caber en un esqueleto tan pequeño. Isabel se disgustó porque hace tiempo no le prestaba mucha atención, el colibrí me tenía confundido y seducido. Se marchó del apartamento, ahora solo me queda la vista de la Torre Eiffel. Decidí dar un pequeño paseo, tomé mi gabardina y salí sin un rumbo fijo, llevaba el esqueleto de mi amigo en el bolsillo, como un amuleto de buena suerte. Caminé varias cuadras con la mente en blanco. Después de un tiempo encontré una banca para descansar, prendí un cigarrillo más, unos cuantos minutos menos de vida, qué más da. El cigarrillo me matara a mí como tal vez el néctar mato al colibrí.

Ya sabía que todo terminaría mal, no sé porque me esforcé en convencer a Isabel de que se fuera a vivir conmigo. París se supone es todo amor, es todo flores. Se supone que debería ser un paraíso de croissants y de mimos aprisionados en cubos invisibles. No deberían de morir los colibríes aquí, ni tampoco las muchachas deberían irse así nada más. Aquí no debería de existir eso, sin embargo existe y es terrible pensar que París es un refugio de corazones rotos al estilo de Rigaut. Aquí los poetas se juntan en los cafetines para discutir sobre los surrealistas, sobre los impresionistas y sobre el átomo. Es por eso que no me sorprendió llegar a mi departamento y ver la puerta abierta, entrar y encontrar a Isabel con un tiro en el pecho, sujetando con su mano el pequeño esqueleto del colibrí. No me resulta complicado pensar en las razones del suicidio y de que nadie bajará al escuchar el disparo y ver la puerta abierta. Pude ser yo, pensaba mientras le cerraba los ojos a Isabel.

Lo que si no podía explicarme era la muerte. Seguía sin entender el tamaño de este misterio, era tan pequeño como para caber en un colibrí o era del tamaño de un hombre o era algo más grade. O seguramente era como esas muñecas Rusas, esas que tienen una dentro de otra y se van haciendo más pequeñas. Tendría que ser así.  Todos llevamos algo de muerte dentro de nosotros, entonces es una sucesión de muertes, empezando por una muy grande y culminando en el colibrí. Así pasa, así pasó y así pasará.

Entonces volví a escribir en mi diario. “Día 479 en París: Querido diario Isabel se suicidó con un tiro al corazón, el cuerpo del colibrí está más radiante que nunca, estoy tratando de dejar de fumar. Tomó largas caminatas para olvidar un poco todo este asunto de la muerte. Me he estado reuniendo con los poetas en el cafetín de la 72, hablamos sobre el átomo y la fuerza gravitacional. Me siento mal por esta ciudad, uno pensaría que aquí todo es arte y poesía. Pero yo solo veo muertes, los mimos se han vuelto una linda leyenda; no he visto ninguno desde mi llegada aquí. París es linda, pero es un refugio para corazones rotos y eso a veces la hace un poco insoportable…”

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