martes, 31 de diciembre de 2013

Gustave Levy Ichaj

I

Después de la Segunda Guerra Mundial la gente quedó aterrada. El miedo y la devastación se podían oler como a un perro muerto a varios metros. Después de las bombas atómicas, la postulación de la teoría del puente Einstein- Rosen, de La Orden Negra, de los experimentos con gemelos, del homicidio de varios pueblos y del Ocultismo y súper armas Nazis nació un nuevo –y déjenme decirles que muy menospreciado- oficio, si así se le puede llamar a una actividad desempeñada por un solo individuo en toda la faz de la tierra. Y sí; ese hombre soy yo: Gustave Levy Ichaj. Fui uno de los pocos judíos que lograron escapar de Alemania y librarse –durante años de clandestinidad- de las fauces infernales de la SS. Soy hijo único y probablemente último descendiente de mi familia, ya que probablemente ellos no fueron tan afortunados como yo. No dudo que mi madre haya luchado hasta con el último aliento, y mi padre…que decirles de él. Seguramente se unió a algún grupo de resistencia y tal vez término fusilado o muerto de hambre en los bosques.

A veces la gente me pregunta si no tengo temor de encontrarme con algún loco en la calle que aún sienta resentimiento por mi raza, siempre contesto lo mismo: “El miedo es como una gran enfermedad, y como tal solo se les presenta a los débiles de condición…” Supongo que Dios –si es que existe- debió darme una especie de don, porque haciendo un recuento no recuerdo haber sentido miedo alguno en los años que pase huyendo, viendo morir a mi gente y escondiéndome en las alcantarillas. Y es por eso que soy el único que puede desempeñar este oficio tan difícil que es el de cazar miedos…

Mi nombre es Gustave Levy Ichaj y soy un Cazador de miedos judío. Al escribir esto no llevo en mente ser recordado como la excepcional persona que logró escapar de la muerte, ni mucho menos como el inventor de este nuevo y tan peculiar oficio. Pretendo, y con mucha persistencia, elaborar una guía para que el siguiente hombre, de cualquier tiempo-espacio, de cualquier raza y edad que deseé curar a la humanidad de su gran enfermedad, tenga el suficiente entrenamiento para adentrarse, por mi opinión y experiencia, en el peor infierno de todos; El miedo.



II

Existen varios métodos para curar a una persona de su miedo -lo supongo- pero el único método que conozco y que me es totalmente eficiente; es el método por conexión mental. Esto supone que al miedoso se le recuesta en una mesa de metal la cual debe estar fría, se le vendan los ojos al individuo en cuestión. Ya recostado y en una oscuridad total, se lleva a cabo un trabajo de sugestión muy elaborado, que pueden ir desde grabaciones de gritos, hacerlo que sienta el filo de algún cuchillo, contarle una historia. A mí en lo especial eso de las cintas me era muy efectivo. Las grabaciones con las que trabajaba me las regalo un soldado americano al cual le quite el miedo de morir en servicio. Así que me recompenso con unas cintas encontradas en uno de los tantos campos de concentración Nazis, en donde se podían escuchar unos gritos feroces por parte de los torturadores, y después unas suplicas que eran capaces de erizarte la piel y sacarte los más profundos miedos con escucharlas unos cuantos minutos.

Ya que el hombre está temblando de miedo, uno coloca sus manos en la cabeza de su paciente y cierra los ojos. Poco a poco todo va a ir despacio, los ruidos se van a silenciar, y todo a tu alrededor –incluyendo tu cuerpo- de pronto va a detenerse. Y te verás dentro de la cabeza del miedoso. Ya estando ahí uno debe utilizar sus dotes de sobreviviente, porque la cabeza humana puede estar llena de cosas atroces y enfermas, pensamientos que a uno lo dejan anonadado. El cazador de miedos tiene que adentrar en el subconsciente de su paciente y encontrar la raíz del miedo, que puede ser un acontecimiento, una idea, una persona, un artefacto de la vida diaria. Ya identificado, se lo lleva uno en un bolso de cuero. El cazador de sombras debe de ser rápido ya que el congelamiento astral no dura mucho y uno puede quedarse ahí, entre los miedos de una persona. Y de ahí sí que no hay escape. Ya una vez afuera la bolsa de cuero tomara la forma de algún objeto que porte el miedoso. Una cartera, un reloj, un sostén, un zapato, una joya; que se yo cualquier cosa. El cazador de miedos distinguirá este objeto por la energía que solo él podrá sentir. Posteriormente el objeto se quema. Y el miedo desaparece…

Pero hay que tener cuidado, no todos los pacientes son iguales. El miedo de algunos viene de cosas insignificantes, pero hay otros que podrían matar al Cazador de Miedos con tan solo mirarlo dentro del inconsciente.

El día 17 de Octubre un hombre vino a visitarme por la tarde. Llevaba puesto un traje negro y un bastón de madera muy elegante. El hombre se quitó su sombrero al verme, aún lo recuerdo, para saludarme de manera muy respetuosa. Después de las presentaciones pertinentes el Sr. Cohen y yo entramos a mi tienda. Ahí le cubrí los ojos y lo recosté en la mesa, lo vi retorcerse con los gritos y llorar como un pequeño niño. Sin darme cuenta en tan solo unos segundos ya me encontraba en un desierto. El calor era agobiante, pero a pesar de eso camine y camine durante un largo tiempo, de pronto todo cambio al subir una gran duna. Al otro lado de ese montículo de arena había una ciudad totalmente arrasada. Los edificios se caían a pedazos, unas cuantas personas con las ropas rotas caminaban sin rumbo en la mirada y sin esperanza en los pies. Camine por las calles llenas de escombros y me detuve en una tienda de pianos a la que le faltaba el techo. Se escuchaba una linda melodía que salía del edifico. Entonces entre y vi a una mujer desnuda que tocaba el piano con una delicadeza sublime. Ella se detuvo al sentir mi presencia y fue cuando supe que miraba al miedo del Sr. Cohen. La mujer se levantó del banco y se abalanzo a mí con furia, gritando y despidiendo un olor a rosas me derribo. Yo luchaba en vano pues la fuerza de esa mujer que me sujetaba por el cuello tratando de matarme era más que con la que yo solía tratar.

Y de nuevo, no sé si fue Dios el que me lanzo una bomba desde el cielo del inconsciente del Sr. Cohen para poder librarme de aquella mujer y regresar corriendo a la salida que me devolvería al mundo exterior. Al regresar pude ver al hombre que se convulsionaba en mi mesa y quedaba sin vida al poco tiempo de mi regreso. Su mano fría dejo caer un collar con la foto de la misma mujer que trato de ahorcarme, y fue ahí cuando entendí que uno no puede curar el miedo a enamorarse. Ni en esta ni en ningún otra vida.

domingo, 29 de diciembre de 2013

El fantasma

− Es especial, pensé. Mientras agitaba mi café con una pequeña cuchara de metal, y observaba entrar a una mujer de cabello castaño, que vestía un vestido blanco con algunas flores bordadas a la altura del vientre. El ruido de la campanilla -colgada en la puerta de entrada- paradójicamente silencio el lugar de una manera majestuosa.

Dejé caer el sobre de azúcar sobre la mesa de aquella cafetería, vieja y sucia de la calle Cincuenta y uno al sentir la esencia devastadora de aquella mujer que pasaba frente a mí. Cada cabello que salía de su cráneo jugaba con el viento producido por las ventanas para dar como resultado una danza maravillosa de pequeñas fibras muertas que se enredaban caoticamente por los aires. Recuerdo escuchar el ruido de los pequeños cubos de azúcar que se expandían muy lentamente por toda la superficie de madera de la mesa, es extraño, lo sé, pero en ese momento podía escuchar hasta el ruido del carro que frenaba bruscamente seis cuadras adelante del café para no arrollar a una niña de vestido amarillo que trataba de cruzar la calle desesperada para buscar a su madre.

Entonces ella pidió un café americano, se sentó frente a mí, me sonrío como queriendo arrancarme el alma. En esos cinco minutos, me pareció haber envejecido rápidamente, me mire en el reflejo que me proporcionaba el oscuro de mi bebida y me pareció verme 50 años en el futuro. Mi cara arrugada, mi dedos temblando, mi mente frágil, mi vida que pasaba entre una taza de café y una sonrisa nuclear.

−Aquí termina todo, volví a pensar.

De pronto ella dijo algo, no recuerdo bien las palabras, ni los gestos que hizo; pero sí recuerdo el sonido, esas maravillosas ondas vibratorias que hicieron que mi piel se pusiera de punta. Entonces le di un trago al café, pusé la taza de nuevo sobre la mesa, al volverme a mirar en aquel reflejo me di cuenta que había vuelto a ser yo. El mismo joven adicto al tabaco, a la cafeína, al incesante intento de suicidio que algunos llamararían, con probabilidades de equivocarse: vida.  Un empleado de la cafetería se acercó, le entrego un pastelillo de moras del que aún emanaba el vapor por lo caliente que estaba. Bajé la mirada para acomodarme el cabello por un lado, cuando regrese mi vista, ella estaba mirándome, con su taza de café cubriendo su boca rosada. Una mirada extraña, pareciera como si otra persona dentro de ella me mirara también. Ahí fue cuando hice a un lado el amargo placer que me producía mi bebida y me dirigí a ella sin apartar ni un segundo mi vista de la suya, que temblaba con cada paso que yo daba.

− ¿Estás sola?, pregunte con una mano sosteniendo mi cabellera y la otra acariciando el respaldo de una silla vacía.

−Eso creo, respondió irónicamente. Y dio un vistazo a su alrededor para hacerme sentir aún más estúpido con mi IQ de un niño de cuatro años.

Me senté sin hacer otra pregunta, ella mi miró sin ninguna respuesta. Pasaron los minutos,  las horas tal vez, no lo sé a ciencia cierta, pero el tiempo pasó y muy probablemente acabamos por terminarnoslo con esas miradas que nos propinábamos el uno al otro.  Sin indulgencia, ni caridad, ni amnistía internacional,sin destellos de bandera blanca, sin temor alguno; a la demencia o a la lucidez. Parecía una batalla a muerte. Decidí detenerme; consciente de que eso podría costarme la vida.

−Tus ojos…murmuré.

−Heterocromía, dijo ella.

No pude contestar, las palabras simplemente se habían ido. Me era imposible apartar mi concentración de aquellos ojos. Uno azul y el otro marrón. El ying y el yang conviviendo en perfecta armonía dentro de los ojos de esta muchacha. Hasta me parecía ver a los Dioscuros naciendo de sus huevos de cisne, me parecía verlos luchar esas mitologicas batallas, me parecía verlos danzar y luego volverse a disolver en el infinito mar de estrellas de aquellas pupilas. Y entonces se fue, sin decir  palabra, murmullo o insulto. Simplemente se fué, desapareció tras la puerta verde de la cafetería. Mi memoria es mala, a veces solo acudo a la misma cafetería, a la misma hora, para sentarme en la misma mesa de siempre y mirar así como un loco. Mirar el viento, mirar el humo de los cigarrillos, del vapor de café. Sentarme y envejecer junto a una taza de café caliente. Mirar, para tratar de encontrar una señal, un olor, una vista. Miro para buscar, como en esos programas nocturnos, al fantasma de aquellos ojos tan extraños.