domingo, 4 de agosto de 2013

Entre dos ausencias

El día estaba muriendo, los pájaros ya regresaban a sus nidos, las hojas del viento dejaban de pronunciar ese silbido que tranquiliza a las almas melancólicas. El cielo dejo su color azul y tomó un color rojizo, las nubes se abrían en el centro, ahí podía verse como el sol iba cayendo en las fauces del horizonte poco a poco. Pero en ese momento, en el que aún no termina por oscurecer, y el astro moribundo alumbra un poco. José Gonzaga caminaba por una calle de cierto pueblo de Córdoba. Había llegado una semana antes a esta linda ciudad de España. El motivo de su visita era enteramente profesional, José Gonzaga trabaja como productor en una película que se está filmando en los alrededores. El rodaje de ese día había terminado, se puso a recorrer el pueblo buscando olvidarse de las actrices que se sentían unas divas, de las escenas que se repitieron cincuenta veces, de los gritos del director. Quería olvidarse de su vida, ser un alma caminante. José Gonzaga no lo sabía, pero el buscaba algo, muy dentro llevaba una pena. El hombre no encontraba desde hace varios años a quién amar; estaba muy triste por ello. Esto se convirtió en una pena aun mayor con la muerte de su madre que siempre le decía: ¿Cuándo vas a casarte hijo?, estas palabras se impregnaron en la cabeza de José. No dejaba de pensar que fue un mal hijo, que decepciono a su madre y en parte a él mismo.
Por su cabeza pasaban todos estos pensamientos, no se dio cuenta en que calles se metió. Cuando recobro la lucidez, miró a su alrededor para reconocer el entorno, lo cierto es que nunca fue bueno para ubicarse, así que terminó por aceptar que se encontraba extraviado. El pueblo no era tan chico, todavía las personas mantenían algunas tradiciones, pero una carretera y una plaza comercial en el centro, le daban un toque de modernidad. Las casas ya no eran de madera, quedaba algunas sin duda, pero en su mayoría ya estaban hechas de sementó, eran bonitas y muy grandes. Muchas estaban deshabitadas, los políticos las usaban solamente durante el verano. A raíz de esto, en las calles no existían  muchas personas a quien pedirles un poco de ayuda. Esto no le importo a José Gonzaga, parecía que deseaba estar perdido. Siguió caminando por unos minutos, pensando. De pronto el ruido que provocaban sus pies al aplastar las hojas secas le devolvió la razón. Sin saber cómo había llegado a ese lugar, vio que estaba en un corredor en donde el suelo estaba empedrado de una manera muy artesanal, a los lados se alzaban colosales árboles. Las casas de ese corredor eran más pequeñas, despedían un olor a comida casera y humedad. Sin duda estas moradas no se parecían a las que los políticos usaban para vacacionar. Estas pertenecían a los lugareños, José Gonzaga vio una oportunidad de acercarse a una casa y preguntar por el camino que lo llevara al centro, hacía el Hotel Sevilla, en donde se hospedaba. Pudiendo llamar a la puerta de la primera casa, no lo hizo, lo intento, pero estando frente a esa puerta verde no pudo hacerlo, se retiró y siguió caminando por el corredor.
Las hojas seguían crujiendo con el paso de José. Llevaba las manos en sus bolsillos, la frente dirigida al piso, los ojos perdidos y el alma bien abierta. Una risa que salía de unas cuantas casitas adelante lo golpeo justo en el pecho. José callo de sentón al suelo, la risa entro en su alma. Desde ese momento esa risilla lo mantenía vivo, desde ese día no pudo quitarse en sonido inocente de la cabeza. Se levantó de inmediato apoyando las manos en el suelo, se tranquilizó un poco; no quería llegar exaltado con la mujer, que el suponía era hermosa. Ya con la respiración marchando normalmente camino con parsimonia. Al cabo de unos momentos estuvo frente a la casa, la fachada era de un color amarillo de llevaba las marcas del tiempo por doquier, la puerta de color café, a un costado había una barda de manera ya también muy vieja, a simple vista se podía ver que se estaba cayendo a pedazos. La risa provenía del fondo de la casa, del jardín para ser precisos. José Gonzaga abrió la reja que causo un gran rechinido, los ladridos de un perro se escucharon inmediatamente después de que el abriera la puertecita de la barda. José quedó petrificado por los aullidos del perro, cuando por fin pudo ver al animal se echó a reír, era muy pequeño y provocaba más ternura que miedo. Camino con el perro ladrando a sus pies. Su vista seguía al animalito para que este no tomara valor y le mordiera los zapatos. Cuando su mirada se levantó algunos grados, por fin la vio. Se había equivocado, no era hermosa. Las palabras para describir su belleza no se habían inventado todavía.
Marimar estaba sentada en el pasto, su piel era lisa, blanca y llena de ternura. En sus manos llevaba un libro de García Lorca, llevaba puesto un vestido color rosa que hacia juego con el cielo rojizo. Sus ojos negros parecían tragarse a José. La nariz la tenía respingada, como hecha a mano. Su cabello era la peor perdición, era largo y castaño, concurrido y brilloso. Con cada golpe que daba el cabello en el aire desprendía un olor a rosas recién cortadas que terminó por derribar una segunda vez a José,  que cayó sobre el pobre animal que lo perseguía. Con el chillido del perro Marimar se alarmo, cerro el libro y lo puso en una pila de libros que estaba junto a ella. Marimar le extendió la mano a José para ayudar a que se levantase. Al tocar la piel de Marimar, José sintió que toda su vida había pasado en los brazos equivocados. Los ojos sin fondo lo miraron y acabaron por tragárselo. José perteneció a esos ojos por toda su vida, siempre que se sentía perdido en una ciudad extraña cerraba los ojos para hundirse en la oscuridad de su amada que lo hacía sentir en casa.
José y Marimar compartieron momentos de todo tipo durante el lapso en que la película terminaba de grabarse. Las manos delicadas de Marimar recorrieron un sinfín de veces el cuerpo de su amante, dejaron en él un tatuaje de caricias imborrable. Su piel blanca le servía de cobijo a José en las noches más frías y oscuras. Ambos miraban el amanecer y con el eran testigos del fuego de su amor, después se junaban a ver el atardecer y con el admiraban la muerte de su lóbrego pasado. El tiempo se desvanecía entre los brazos de Marimar, el fin del rodaje llegó y los dos amantes se despidieron chocando sus cuerpos como nunca lo habían hecho.
José Gonzaga regresó a México siendo otro, siendo la mitad de el mismo y la mitad de Mamirar, regresó con una pena enorme en su ser. Cierto día encontró en la entrada de su casa un paquete con una postal de España. José lo abrió y se sentó al pie de la puerta para inspeccionarlo. De la caja sacó varias fotos en donde Marimar aparecía en diferentes locaciones turísticas, su sonrisa no había perdido ese destello que la caracterizaba, sus ojos eran más grandes, más abismales y tenían el nombre de José en todas las fibras oculares. Después venia una carta escrita a mano:
“He estado en muchos lugares los cuales me hubiera agradado visitar contigo, pero aunque suene extraño lo he hecho, no contigo en presencia, pero sí en ausencia. A cada lugar que voy me ha acompañado tu abandono. Como pasa el tiempo añoro más el día en que llegues al jardín como lo hiciste la primera vez. Espero con ansias el día en que recorras mis senos con tu ardiente boca, en que me leas esos versos tuyos que son tan tristes. Imagino el día en que vas a llegar para quedarte. Por mientras tu ausencia me basta, es impresionante el amor que crece entre dos ausencias. Entre la tuya y la mía, porque pienso que tú también fantaseas con mi ausencia por las noches. Te quiero ausente.”
José se puso a llorar como nunca lo había hecho; las lágrimas caían sobre las fotos y se escurrían hasta caer al piso. Pasaron algunos días y José no apartaba la vista de aquellas fotos, cuando llegaba a salir llevaba con él una imagen de Marimar para siempre sentirse acompañado.
Paso más tiempo y José no recibió otro paquete. Sintió que Marimar lo había olvidado. Ese mismo día, ante la cruel idea del olvido, abordo el primer avión hacia Córdoba, un taxi lo llevo a aquel pueblo que ya estaba muy cambiado. Tenía esperanzas de encontrar a su amada tan inocente como siempre, tan bella como nunca. Pero su corazón se acongojo al ver que el corredor había desaparecido, las casas tan lindas fueron remplazadas por tiendas de suvenires. José tomó su maleta y camino sin pensar absolutamente nada durante varias horas, después de tanto tiempo volvió a sentirse perdido, desahuciado e inconsolable por la pérdida de su amada. Ya sin ganas de seguir avanzando, se sentó al borde de una fuente que se encontraba en la plaza central. Cerró los ojos y se llevó la mano a la frente para secarse el sudor. Entonces recordó que no había perdido a Marimar del todo, aun le quedaba su ausencia. Al recordar esto; se levantó con los ojos al borde del llanto, camino de nuevo hacia lo que fue el corredor. Se sentó en una colina que estaba a un lado de todas las tiendas para admirar una vez más el atardecer de aquel cielo español, sonrió. Y recargo su cabeza en los hombros del aire, en la ausencia de Marimar. 

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